Aquella tarde en Nueva Orleans no era muy distinta de otras. El olor a gumbo, viejos sentados en mecedoras a las puertas de sus casas leyendo, alguno que otro simplemente mirando a su alrededor, mujeres charlando animadamente en las esquinas y niños limpiabotas sonriendo ociosos sentados sobre sus instrumentos de trabajo. Todos esperaban lo que empezaban a oír en la distancia. No por ser una escena cotidiana, dejaba de ser una invitación a la fiesta que se acercaba, y que el sonido de los metales anunciaba. Y no era el mardi grass. Trombones, cornetas, trompetas, tubas y tambores iban dominando la situación. Los lectores dejaron su lectura, las señoras su charla y abriendo sus paraguas, aún sin lluvia, movían graciosamente sus traseros siguiendo a la Marching Band, los limpiabotas bailaban con el ritmo y el primor, propio de sus orígenes africanos. A su modo cada uno de ellos reivindicaba su identidad asociada a la alegría, aunque la penuria presidiera sus vidas.